Desde una manzana verde hasta notas complejas como cuero o trufa forman parte de los aromas del vino que podemos encontrar en una cata sensorial. Pero ¿cómo es que una bebida hecha exclusivamente de uvas puede recordarnos a frutas tropicales, especias, flores o incluso humo? La respuesta no está solo en el terroir o en la fermentación, sino en un complejo entramado de moléculas volátiles que activan nuestros sentidos, construyendo vectores aromáticos que remiten a experiencias sensoriales previas.
¿Cómo percibimos los aromas?
El olfato humano es capaz de distinguir entre 5.000 y 10.000 compuestos odorantes diferentes. En el vino, los aromas se perciben a través de dos vías principales:
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Olfato ortonasal: cuando inhalamos los aromas directamente desde la copa.
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Olfato retronasal: cuando el vino está en boca y las moléculas volátiles ascienden por la parte posterior de la garganta hasta la cavidad nasal.
Estas moléculas llegan al epitelio olfativo, donde se encuentran los receptores sensoriales que traducen los estímulos químicos en impulsos eléctricos enviados al cerebro. Allí se activa el bulbo olfatorio, una región con conexiones directas a la amígdala y el hipocampo, responsables de las emociones y la memoria. Por eso, los aromas del vino no solo se huelen: se sienten y se recuerdan.
La química del aroma: vectores moleculares
A pesar de que el vino contiene más de 800 compuestos aromáticos identificados, muchos están presentes en concentraciones extremadamente bajas (partes por billón o incluso por trillón). Sin embargo, algunos tienen umbrales de detección igualmente bajos y un potente impacto sensorial.
Nuestro cerebro no percibe estas moléculas de forma aislada, sino que construye vectores aromáticos: conjuntos de compuestos que, en combinación, evocan un solo recuerdo olfativo. Es decir, no olemos una sustancia específica, sino el efecto sinérgico de varias moléculas que juntas recuerdan a algo familiar.
Por ejemplo:
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El limoneno, el citral y el linalol pueden formar un vector que evoca el limón.
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Las metoxipirazinas, presentes en algunas variedades como Cabernet Sauvignon o Sauvignon Blanc, nos remiten al pimiento verde o al espárrago.
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Los ésteres generados durante la fermentación alcohólica pueden formar vectores de banana, manzana verde o frutas tropicales.
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El eugenol, vinculado a la crianza en roble, da lugar a notas de clavo de olor o especias dulces.
El entorno del vino (temperatura de servicio, oxigenación, acidez, dulzor) también influye en cómo se perciben estos vectores, potenciando o atenuando su expresión aromática.
Tipos de aromas en el vino
Tradicionalmente, los aromas o descriptores aromáticos se clasifican en tres grandes grupos según su origen:
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Aromas primarios: provienen directamente de la uva. Aquí se encuentran compuestos como tioles, terpenos y pirazinas, responsables de notas frutales, florales y vegetales.
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Aromas secundarios: generados durante la fermentación. Involucran ésteres, alcoholes superiores, ácidos y compuestos como el diacetilo, que aporta notas de manteca o crema.
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Aromas terciarios: aparecen durante la crianza o guarda en barrica o en botella. Incluyen aldehídos, lactonas, compuestos fenólicos y derivados de la oxidación controlada.
Cada categoría se expresa en diferentes momentos del vino y define tanto su juventud como su evolución.
La rueda de aromas de Ann Noble
En 1984, la profesora Ann C. Noble, del Departamento de Viticultura y Enología de la Universidad de California en Davis, desarrolló una herramienta que revolucionó la forma de describir el vino: la Rueda de Aromas del Vino (Wine Aroma Wheel). Esta representación visual organiza el universo aromático del vino en forma de espiral concéntrica, desde grandes categorías hacia descriptores específicos.
En el centro de la rueda están las familias principales: frutales, florales, especiados, vegetales, químicos, tostados, animales y terrosos. El segundo anillo subdivide esas familias: frutas cítricas, frutas rojas, flores blancas, hierbas secas, entre otras. Finalmente, el anillo más externo nombra ejemplos concretos: limón, durazno, rosa, vainilla, cuero, tabaco, moho.
Así, un vino blanco joven puede mostrar aromas frutales cítricos (limón, pomelo) y florales (jazmín), mientras que un tinto envejecido puede sugerir aromas terciarios como trufa, tierra húmeda o cuero. La rueda no solo ayuda a estructurar el análisis sensorial, sino que también entrena la memoria olfativa y mejora la comunicación técnica entre enólogos, sommeliers y consumidores.
Cuando uno empieza a comprender cómo el vino construye su perfil aromático —desde la biología de la uva hasta la microbiología de la fermentación y la química de la crianza—, el acto de oler una copa deja de ser casual y se convierte en un viaje multidimensional. En ese instante en que un sorbo de vino nos recuerda a una flor, una fruta, un rincón del bosque o una cocina lejana, lo que estamos experimentando no es sólo placer: es la convergencia precisa entre ciencia, memoria y emoción.
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